Pendía del techo descascarado
como una longeva lámpara de esos teatros donde no existen más actores
que el polvo sobre los clavicordios y las tablas secas, y las telarañas
vistiendo de novia cada rincón. Sus pies, si se miraban a estos
solamente, pudieran parecer los percutores de las campanas de las
catedrales que ya no suenan las misas, y que se mueven ligeramente bajo
la impercepción del eterno tiempo. A éstos apenas los cubrían una falda
de bordes modestos, clásicos y de corte largo; una suerte de mantel
color nácar, que caía como cascada láctea bañándole hasta los tobillos.
Sus hermosos dedos se pintaban de una palidez azulada en la que las
líneas secas ya, se enredaban, también azules, bajo la gélida piel.
¡Qué
hermosa era!, y más aún ahora. Su tranquilidad, sus ropas ligeras. Sus
brazos inmóviles nos pudieran traer a la memoria el aroma denso y
aceitoso de una candida doncella descansando en el letargo profundo de
un óleo. Su propia imagen transportaba a nuestros sentidos el sopor
intelectual de las mejores galerías,
mientras se saborea entre los
recuerdos el calor en las mejillas por sonreír frente a una exquisita
pintura. Ella, por su
puesto, no se hallaba en lienzo alguno, pero sus propios colores
presumían ser mezclados por el divino pincel de Da Vinci. Ni tampoco era
obra de Miguelangel, pues no sería atrevido llegar a inferir que en tan
buen formado cuerpo, el detalle entre sus marmóreos pliegues, se
encontraban también las huellas de las geniales manos de tan laureado
escultor.
Si la
hubieras visto, me darías la razón en que es casi imposible admitir que
tan basto semblante, rostro sublime y celestial cabellera, no se trata
de otra cosa sino de la excelsa representación humana de lo que aun a
Dios no se le está permitido soñar crear. Tanta gloria no puede caber en
tan pocos kilogramos de carne femenina, pero la evidencia nos abofetea
en suponerlo, y a la prueba debemos remitirnos al poder decir a viva voz
“es la ahorcada más linda del mundo”.
La amante en el espejo
Es
común amanecer pronto y de golpe como me ha pasado hoy, y es que sin
dudar, representas y vales millones de estas albas prematuras. Ni en
sueño me es posible ignorar, al menos un segundo lo que mucho que te amo
y que siempre reinarás, diva toda tú, en el epicentro mas profundo de
mi corazón.
Hoy
desperté temprano como es de costumbre, ya que soñar contigo toda la
noche y llenarme de tu exquisita presencia en estos raros reinos y me
sentí turbado fuertemente al palpar el abismo que inspiraba la lejanía
de tus abrazos sinceros, vi. Alejarte tan lentamente que por cierto
instante creí que nunca mas volvería a verte, amada mía. Como te dije
antes, en un santiamén mi persona fue expulsada bruscamente de tan rico
sueño y me hice sentar, ya consciente de mí, sobre mi cama que me atajó
del fiero trance.
Ya
allí respiré poco a poco mientras me reconocía en el mundo real y conté
mis partes para saber que seguía siendo una unidad. Apoyé mis manos en
la colcha que me sostenía, palpando cada pliegue mientras hacia memoria
de los ricos momentos en los que te hice mía en este mismo lugar, como
de aquella vez en que nos convertimos en una sola masa de carne sudada,
girando y temblando sobre la misma tela que hoy me soporta, hecha
pliegues como los de hoy. Me mordí los labios al recordarte nuevamente y
revivir tus suaves mordiscos y los míos en tus tersos labios de hembra
tierna. Mi mente se pobló de todos y de cada uno de los momentos en los
que nuestras lenguas unidas visitaban cada boca nuestra, de como
acariciaba la tuya intentando domarla, mientras sólo lograba enfurecerla
y que me atacara dulcemente junto a tus traviesos labios de niña mala.
¡Cuánto amor!, cuántos deseos de quererte aquí y ahora conmigo cerca de
lo que es tu pertenencia: yo. Con decirte que sentiría hereje, hoy como
cualquier otro de nuestros días, si intentara (contra mis deseos, claro
está) sacarte de mi mente y pensar en otra cosa que no seas tú, tu
cuerpo perfecto, moreno, suave y dócil de siempre, con tus bustos de
amante desenfrenada, tus caderas maternales y tus ojos llenos de la
ternura eterna que te acompaña. A ti te debo, como ya sabes, mi
existencia, pues ella solamente se amamanta de la leche tibia de tu amor
inconmensurable.
Abrí nuevamente los ojos luego de imaginarte sobre mi
cuerpo y de sonreír y sonrojarme, no sin antes haber notado en calor
suaves de los primeros rayos del día que se drenaban atrevidamente entre
las persianas colgadas en las ventanas de nuestra habitación, y con
ello, y con su luminiscencia sobre mi cuerpo, templo tuyo, asimismo
recordé, como con cualquier cosa tuya, los brazos suaves que me
cobijaron en nuestras primas noches y nuestros reveladores amane-ceres.
Luego toque mi nuca e intenté darme un masaje tan rico los tuyo y no
pude, pues no estabas tu aquí, que era la única razón de ellos. Como
me lo permitieron las imágenes revoloteando sobre mi cabeza (como
memorias aladas), me levanté de la cama y caminé, torpe como siempre que
no estoy a tu lado. Paso a paso hacia la sala, y me deshice de alegría
al verte allí, levantada, presta a amarme, como siempre, y atenta a cada
uno de mis movimientos. Sonreí porque te miraba y vi cómo sonreíste,
bella tú, pues sabia que yo lo hacia también. Estabas sin ropa alguna,
allí tan glamorosa, vestida de tus carnes y no bastó verme para que tu
incauto pubis se delatara húmedo y presto a mis ataques de amante
demente.
Tu
imagen se coló entre mis recuerdos y volví a ver dentro de mi memoria
momentos que sólo vivirán en nuestras almas desnudas. Aquella noche,
como recordarás te hice mi dueña y fuiste mi mujer en esta misma sala,
cuando el amor no esperó la cama, y me hice dentro de tus cavernas, aquí
mismo donde te despedacé la virginidad con la carne tiesa del placer,
entrando y saliendo de ti a voluntad, alojando mi piel dentro de la
tuya, y haciendo uno y uno sólo nuestros cuerpos en- venenados de tanto
libido. Rodando sobre nuestra improvisada cama de caoba y alfombra. No
resistí más con los recuerdos y lloré al verte tan cerca, me aproximé,
al desnudo como lo estás hoy. Disminuyendo nuestra distancia y
aumen- tando nuestras ansias, mojados de amor y temblando como gelatinas
de cereza, dispuestos a atacar, nuevamente nuestras partes y romperlas
de tanto sexo. Pues así, me hago cerca de ti hoy, te soplo mi aliento
sobre tus labios, que me esperan listos y hambrientos, y mis manos tocan
la tuya y te beso, a pesar del espejo que nos separa.